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Museo Romantico

Los singulares encantos del Museo Romántico de Trinidad

De paseo por el centro histórico de Trinidad, tercera villa fundada por los españoles en Cuba, un palacio de paredes amarillas nos roba la atención. Si bien sus grandes arcos y su balcón calado con rejas de hierro nos enamoran, muchos más encantos guarda en su interior el mítico Museo Romántico.

A 318 kilómetros de la capital cubana, y mirando la Plaza Mayor de uno de los conjuntos arquitectónicos mejor conservados y armónicos de toda la américa colonial, se erige esta institución cultural. Un palacio que deslumbra a los visitantes con la exquisitez del decorado y el valor incalculable de sus reliquias.

Apenas el visitante traspase el zaguán de la mansión, se verá envuelto por el ambiente doméstico, donde la disposición casi natural de los muebles y adornos nos hace sentir que nos adentráramos también a otro siglo. Justo el siglo aquel en que lo habitaron doña Ángela Borrel y Lemus, junto a su esposo el conde Nicolás de la Cruz y Brunet.

Fue así como se convirtió en el Palacio Brunet la vivienda No. 52 de la calle El Cristo, tras pertenecer a varias familias aristocráticas de la ciudad, cada una de las cuales lo dotó de nuevos bienes a partir de sus pretensiones de grandeza. La ostentación y la necesidad de reconocimiento de la sacarocracia trinitaria de entonces, nos legaron uno de los más ricos y profusos exponentes del patrimonio cultural de la nación.

De modo que no fue casual que luego de una abarcadora restauración patrimonial, el inmueble abriera sus puertas en 1972, como Museo Romántico de Trinidad. Un ejemplar testimonio de la opulencia y fastuosidad que caracterizaron a las familias de la villa colonial.

Suelos de mármol, cenefas decoradas a mano, puertas y alacenas de maderas preciosas le confieren al palacete una elegancia inusual. Sin embargo, es en su colección de arte y elementos decorativos donde radica su principal caudal.

 

Museo Romántico

 

Increíblemente, casi ninguna de las piezas que se exponen en las quince salas permanentes del museo, pertenecieron a los últimos propietarios de la señorial mansión. Su colección se nutre de valiosas pertenencias de las familias Méyer, Iznaga y Bécquer, los más altos linajes de toda la región.

Joyas, porcelana, metales...

La exposición museográfica ofrece un retrato bastante fiel de las costumbres y modos de vida de la sacarocracia insular entre los años 1830 y 1870. El montaje sigue la estructura de una vivienda típica de la época, y nos lleva desde el recibidor a las salas, y de allí al comedor principal, seguido de otro más pequeño y de uso privado. Continúan los salones de estar, los dormitorios, los baño con sus añosas letrinas y objetos de aseo.

Cada uno de estos espacios se ven finamente decorados con porcelanas, cristales, maderas, nácares y metales preciosos. El marfil se aprecia igualmente, rematando distintos ornamentales y utensilios, entre ellos en la vajilla y las lámparas, que son de una exquisitez proverbial.

A donde quiera que el visitante mire descubrirá increíbles joyas, confeccionadas por ebanistas y orfebres de distintas latitudes del mundo, piezas que engalanan de una manera especial el ambiente romántico del palacio, y forman parte de esa historia tangible que atesora la ciudad.

Prestigia la colección del museo su regio mobiliario de caoba y ébano, y que se distingue por su exquisito estilo imperio. Aunque asumen en lugar del clásico tapizado la cubanísima pajilla, como solución estética y funcional a las tórridas temperaturas de la isla.

Para fortuna de los trinitarios, los objetos del Museo Romántico no son reliquias dormidas. Además de la nutrida presencia de visitantes cubanos y extranjeros que acoge a diario, la institución hace gala de una indiscutible proyección comunitaria, y lleva sus piezas hasta lugares apartados de la ciudad.

El antiguo Palacio Brunet, es una de esos sitios de imprescindible visita cuando llegamos a la Ciudad Museo del Caribe, pues fue la primera de esas instituciones fundadas aquí. Se trata del más entrañable edificio para los pobladores de una villa declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad.